El pan, esa masa de harina y agua cocida, símbolo por excelencia del alimento, representativo del sustento diario, preside nuestras mesas y alegra nuestra vista, infundiéndonos un hondo sentido de seguridad y confianza; en efecto, en torno al pan se puede decir que todo está en su sitio. Imprescindible para acompañar las comidas y en caso de apuro él mismo ser toda la comida.
Su presencia nos hace tiernos y solidarios, su ingestión nos sitúa en la cadena humana y nos enlaza, cuando menos, con aquellos primitivos recolectores de variedades silvestres de trigo y cebada, allí en el umbral del neolítico. Probablemente su pan era ázimo y escasamente refinado, hoy, diez o doce mil años después, asistimos al boom del boutipan, esa tienda que ofrece, recién hechos, panes en numerosas variedades y presentaciones, así como pastelillos y derivados. La harina con la que se confecciona suele ser de trigo, hasta el punto de que se da por supuesto y no se especifica salvo si es de otro cereal; centeno, cebada y maíz son los otros cereales más utilizados en su elaboración.
Los fabricantes de harinas le quitan al trigo el gluten, su reserva nutritiva, porque hay grasas en su composición y resulta más difícil conservar la harina que se obtiene de él una vez molido, le quitan también la cáscara porque obscurece el pan y lo hace más compacto, eliminando así su contenido en fibra, total, nos queda un almidón muy mermado en sus capacidades nutricias. Pero nuestro pan no sólo ha cambiado por dentro, también por fuera ha perdido gran parte de su cortejo, para empezar las bendiciones, después un poquito de hambre auténtica, otro poco de reunión familiar y trato amistoso, un mucho de aprecio de su función de mantenimiento, o sea le hemos perdido el respeto, lo hemos dejado solo.
Hemos de recuperar el pan íntegro, completo, pedirlo continuamente a los comerciantes, hacerlo nosotros mismos en nuestras casas, aunque sea de modo festivo, en alguna ocasión especial, elaborarlo con nuestros hijos, que ellos mismos hagan su bollo y vean lo que pueden conseguir, perder el miedo a pringarse.
Saborearlo en su olor, regodearse en su calor y sobre todo, compartirlo, comerlo en compañía alrededor de una cazuela con verduras y salsas, con quesos o carnes, con modestos tomates o con aceite de oliva nada más. Partir el pan y departir tranquilamente: sentiremos que todo está bien, que cada ser ocupa el lugar perfecto.
Texto adaptado de S. Uribe
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